El 11 de octubre de 1830 Frédéric Chopin interpreta en Varsovia uno de los conciertos más importantes de la historia (n.º 1 Op.11 en mi menor).
Polaco hasta la médula, pero con el gusto y el refinamiento propios de quienes se sienten franceses, Chopin, quien no tuvo entre sus maestros a un pianista, ofreció, en toda su vida, no más de diecinueve conciertos públicos; las demás eran veladas íntimas a las que asistían sus mejores amigos, en su mayoría, artistas de notable reconocimiento. La verdad era que Chopin se sentía abatido, asfixiado y paralizado por los auditorios grandes; sin embargo, esta fobia llevó a Franz Liszt a afirmar, alguna vez, que quienes lo escuchaban pertenecían a la “aristocracia de la sangre, del dinero, del talento, de la belleza”. El piano fue la única forma que encontró Chopin de relacionarse con el mundo; y las salas pequeñas, los espacios ideales para expresar la magnificencia de su inspiración.
Como dice Jean Cocteau, “el genio del arte consiste en saber lo lejos que podemos caminar”.
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